The Rat Pack

Humphrey Bogart y Lauren Bacall tenían su casa en Mapleton Drive, una calle localizada en Holmby Hills, una de las zonas más lujosas de Beverly Hills, el barrio más sofisticado de Los Ángeles. Allí no era usual tener que preguntar por el nombre del dueño de una u otra casa, dado que todas las viviendas de aquellas colinas estaban habitadas por reconocidas estrellas del cine, la música y las variedades. De hecho, eran estrellas las que a su vez vendían sus casas a otras estrellas.


Pero a Bogart y Bacall no les hacía demasiada gracia el ambiente del lugar. Es más, el inolvidable protagonista de Casablanca y La reina de África odiaba las fiestas de encorsetados invitados, mujeres cubiertas de joyas, y falsas sonrisas en busca del contrato perfecto. Aficionado con devoción a la bebida, Bogart prefería pasar sus veladas entre verdaderos amigos, sin cuidarse de modales, atuendos ni frases inapropiadas. Tenía un barco, el Santana, en el que le encantaba escaparse durante unos pocos días con gente como Spencer Tracy o Frank Sinatra, y apurar las jornadas bebiendo, hablando y disfrutando de la travesía.

No hubo necesidad de publicar anuncios en prensa para que famosos del lugar con similares formas de pensar entrasen en contacto, gente que deseaba fajarse de la estricta moralidad mojigata de Hollywood y el propio país y ponerle algo de sal a la vida. Bogart y Bacall ya fueron en su día abanderados de la resistencia contra la caza de brujas del senador MacCarthy, por lo que era lógico que ese grupo de “rebeldes” de Holmby Hills les viese como los anfitriones perfectos. Así, los fines de semana de mediados de aquella década de los años cincuenta, la casa de los Bogart acogía a gente como David Niven y su esposa Hjordis; Judy Garland y su marido Sid Luft; Tony Curtis y Janet Leigh; el agente artístico Irving Lazar, el escritor Harry Kurtniz, el reputado restaurador Michael “Príncipe” Romanoff, el compositor Jimmy Van Heusen, el actor Spencer Tracy… Otros, como el escritor John O’Hara, el director de cine John Huston o el joven cantante Sammy Davis Jr. también participaban de las reuniones, aunque no eran “fijos”.


Y, desde luego, si había alguien asiduo en la casa de los Bogart, ése era Frank Sinatra. Si George Raft había sido la imagen en la que se miraba Dean Martin, Bogart hacía las veces de ese ejemplo para Sinatra. Más aún, el veterano actor llegó a suponer para el joven artista una figura casi paternal. Sólo así se explican sus visitas casi diarias, hasta el punto de que tanto Lauren Bacall como su marido llegaban a tratarle como al pequeño vecino que acude a que le den de merendar. Y a Frank le encantaba. Bogart le daba consejos sobre la bebida, las mujeres o el mundo del cine, aunque las lecciones que más le interesaban a Frank eran las que Bogie, como le llamaban los amigos, le regalaba sin proponérselo, tan sólo con sus gestos, su forma de hablar, su actitud, su filosofía vital. En contrapartida, Bogart consentía al cantante bromas que ningún otro amigo se hubiese atrevido a gastarle, como cuando Sinatra llenó los camarotes del Santana de pequeñas bolas de metal como las que usaba Bogie para calmar sus nervios en el papel del capitán Quegg, en El motín del Caine. Resultaba tan insoportable el tintineo cuando el barco se hizo a la mar que la estrella de Hollywood no tuvo más remedio que volver a puerto para limpiar los suelos de su embarcación.

No es de extrañar por tanto que Sinatra no tardase en convertirse en una segunda cabeza visible de aquel grupo de amigos bien avenidos, a los que alguien vio tanta cohesión –todos bebían y arreglaban la política nacional e internacional en sus encuentros-, que acabó denominándoles el Free Loaders Club (algo así como “Club de libres asociados”). Pero esta denominación no perduraría demasiado. A decir verdad, resultaba excesivamente formal para aquel grupo de irresponsables.


Los rebeldes de Holmby Hills fueron noticia en junio de 1955. El literato británico Noel Coward ofrecía un show en el Desert Inn de Las Vegas, y a Frank Sinatra se le ocurrió que aquello representaba la excusa perfecta para montar una buena juerga. Como recordaría David Niven, todo el viaje estuvo diseñado a conciencia, sin reparar en lujos ni dejar un resquicio al aburrimiento. Un autobús recogió a todos los invitados en la puerta de la mansión de los Bogart, y de camino al aeropuerto se les deleitó con caviar y champán. A los pies del avión, Sinatra repartió entre todos brazaletes de distintos colores, asegurando que serían de utilidad en distintas etapas del viaje. Una vez en Las Vegas, el propio responsable del hotel Sands, Jack Entratter, les acompañó a la planta que Sinatra había reservado para el grupo, y de cuyas habitaciones él tenía la llave maestra. A partir de ese momento se sucedieron cinco días de fiesta continua, de hotel en hotel, de casino en casino, de bar en bar. A la caída de la tarde de la última jornada, Lauren Bacall bajó de su habitación una vez cambiada tras un reconfortante paso por la piscina, y encontró a su marido y al resto de los camaradas en el casino, con aspecto algo peor que desastroso, marcados todos por un incontrolado consumo de alcohol. “You look like a goddamned rat pack!”, les gritó sonriente: “¡Parecéis una maldita pandilla de ratas!”. Irónicamente, Sinatra era el único asiduo de la formación que no estaba presente en ese momento.


Cuando el grupo volvió a reunirse una semana después, ya de regreso en Los Ángeles, sirvió de sede el salón privado del restaurante Romanoff. Aquello fue algo más que un encuentro entre amigos. Se trataba de la sesión de elección de los cargos responsables del recién creado Rat Pack. Frank Sinatra fue designado líder; Bacall era la “casera”; Judy Garland, la vicepresidenta; Irving Lazar, el secretario y tesorero; Sid Luft, el carcelero, y Bogie se autoproclamó relaciones públicas. Una vez distribuidos los cargos, abrieron los pequeños paquetes que Jack Entratter había mandado a cada uno desde Las Vegas. Se trataba de pequeños ratones blancos que, en algunos casos, escaparon de las manos de sus nuevos dueños para asustar al resto de la clientela del restaurante. No pasaba nada. Media hora después Romanoff cerraba el local para que el Rat Pack pudiese disfrutar sin molestias de su fiesta inaugural.
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En palabras de Bogart, el grupo se fundaba “para combatir el aburrimiento y perpetuar la independencia. Nos admiramos a nosotros mismos y no nos preocupa nadie más”. Y por supuesto, había reglas. Tenían principios, como apostilló Lauren Bacall. Por ejemplo, había que aguantar hasta altas horas de la madrugada, y había que estar en contra de lo políticamente correcto y de aquéllos que eran políticamente correctos. Todos tenían mucha dignidad, y defenderían a muerte a cualquier miembro ofendido. Pero por encima de todo, había que beber, y beber a lo grande. A decir verdad, ése sería el único nexo común entre el Rat Pack de Holmby Hills de 1955 y el de Las Vegas de cinco años después. Ése, y Frank Sinatra.